Bajo el título «Como no implementar IA (y por qué hacerlo bien merece la pena)», Nicolas Panigutti, Legal Manager en el área de Global Legal Transformation dentro de la Asesoría Jurídica de Santander, nos ofrece su visión, a través de la historia de Carmen, sobre cómo la adopción de la IA en el ámbito legal no comienza con la tecnología, sino con entender los procesos y las personas.

Carmen creyó que comprar “IA para Legales” sería como adquirir una cafetera automática: enchufar, pulsar un botón y obtener un espresso perfecto de productividad. Lo que encontró fue más honesto: piezas sueltas, manuales contradictorios y un equipo agotado al que le pedían que cambiara la forma de trabajar… sin tiempo para pensar cómo.
Carmen dirige la Asesoría Jurídica de una gran telco. Durante meses escuchó mantras que se repiten en conferencias y casos de éxito: “revisamos contratos un 50 % más rápido”, “recuperamos 10 horas a la semana para tareas de mayor valor” (aunque nadie concreta cuáles). Con la sensación de que la ola la pasaba por encima, hizo lo que haría cualquiera: habló con ocho proveedores. Todos prometieron una “implementación en semanas”. Ella estaba dispuesta a invertir. Si otros ya lo habían logrado, ¿por qué no?
Porque nadie le había contado la verdad incómoda: implementar IA no empieza por “probar” herramientas; empieza por estudiar el trabajo. Los equipos creemos saber qué duele, pero hasta que no vaciamos agendas, observamos procesos y preguntamos con paciencia, no aparece el mapa real. A ese trabajo hoy le llamamos discovery —un diagnóstico práctico de necesidades— y no es glamuroso: implica entrevistas, revisar documentos, medir tiempos y detectar excepciones. También supone aceptar que quizá la mejor solución no sea GenAI, sino algo más simple o más específico: un modelo que clasifica consultas o un buscador semántico que localiza cláusulas estándar. Y, a veces, la solución es no usar IA: simplificar una plantilla o eliminar pasos evita más fricciones que cualquier algoritmo.
Cuando el equipo de Carmen identificó áreas donde GenAI podía ayudar —revisión de contratos, consultas repetitivas, preparación de argumentos en litigios— llegó el segundo baño de realidad. No era “súper simple”. La formación abundaba, pero al ir a la práctica, el salto se hacía evidente: escribirle a una IA (promptear) no es magia, es diseño de instrucciones y contexto. Si no entiendes lo básico —que estos sistemas predicen texto, que no “saben” pero infieren—, tropezarás con frustración.
Carmen probó cursos online y workshops presenciales. Sirvieron para dar lenguaje común, pero la adopción real llegó cuando pasaron del aula al banco de pruebas. Crear, probar, medir, fallar, iterar y volver a probar. Con objetivos pequeños y métricas útiles (no deslumbrantes): ¿cuánto tiempo ahorramos en la primera lectura de un contrato?, ¿cuántas consultas absorbió el asistente? No es épico. Es oficio.
El tercer obstáculo fue humano: el miedo. “Esto no es para mí”, “ya estoy mayor”, “la IA es humo”. No se resolvió con slogans, sino con seguridad psicológica y reglas claras: pilotos acotados, espacio para equivocarse, revisión humana y casos de uso que resolvieran dolores reales (no del PowerPoint). Además, un gesto práctico: no imponer “la herramienta” a todos desde el primer día. Empezar con un grupo mixto —entusiastas y escépticos—, recoger feedback y mejorar antes de escalar.
Los primeros resultados tardaron, pero llegaron. El abogado que revisaba palabra por palabra un contrato ahora tiene un asistente que propone una primera lectura y señala cláusulas que merecen atención. La abogada que respondía consultas repetitivas delega las más sencillas a un chatbot entrenado con políticas internas. El compañero de litigios prepara argumentos con más velocidad porque la IA sugiere líneas de razonamiento que luego afina. Ninguno de estos usos es perfecto ni autónomo; todos requieren supervisión. Pero desatascan.
Lo importante es que el entusiasmo dejó de ser importado del marketing y empezó a nacer dentro del equipo. No fue un “¡la IA nos cambió la vida!”; fue un “esto me ahorra una hora los lunes” o “ahora puedo concentrarme en negociar cláusulas, no en encontrarlas”. Pequeñas victorias, acumuladas con consistencia. Y con cada una, más colegas se animaron a probar.
¿Qué aprendió Carmen? Que la expectativa de facilidad es el origen de la frustración. Cuando nos prometen magia, cualquier complejidad parece fracaso. Que la IA no sustituye el trabajo de rediseñar procesos; lo exige. Si el flujo está roto, la IA lo hará más rápido, pero seguirá roto. Que la adopción no es formación + licencia: es práctica guiada con objetivos y revisiones. Que elegir tecnología es tan importante como saber cuándo no usarla. Y que el verdadero retorno no es solo eficiencia: es capacidad. El equipo aprende a formular problemas, medir, decidir con datos y prudencia. Esa musculatura no se pierde cuando cambie la herramienta.
Carmen no está sola. Muchos departamentos legales se asoman a la IA con la promesa de una autopista sin peajes. Luego descubren que hay curvas, obras y desvíos. Es incómodo, sí. También es, si se hace bien, transformador. No por la foto del antes y después, sino por lo que ocurre entre medias: conversaciones difíciles, decisiones conscientes, hábitos nuevos. La magia, si existe, está ahí.
Carmen no se arrepiente. Volvería a hacerlo. Pero esta vez empezaría por el mapa: ¿qué duele, dónde y por qué? Después, escogería con calma: GenAI cuando aporte, otras IA cuando convenga y ninguna cuando simplificar baste. Fue más difícil de lo que parecía. No salió como esperaba. Aprendió algo valioso, y no fue gratis. Y sí: mereció la pena.