«Yo no hago sino seguir la ley, la cual dice que, si se me presta una libra, tengo derecho a exigir el pago de una libra con intereses. ¿Qué hay de malo en eso?» (Acto III, Escena 1 El Mercader de Venecia, 1600, William Shakespeare).
Shylock, el prestamista judío de Shakespeare en su obra maestra «El Mercader de Venecia», defiende la práctica de la usura como algo justificado y legítimo de acuerdo a la ley. En contraposición, Antonio, el prestatario cristiano y rico mercader, pretende con ese dinero ayudar a su amigo Bassanio a conquistar a su amada Portia y entiende que «el que presta con usura presta sin piedad, y con el mismo interés del dinero prestado vende el cuerpo del deudor, y así lo hace el demonio cuando compra las almas de los hombres». Nadie puede culpar a Antonio de sentir, como califica él, odio eterno hacia los negocios usurarios, no en vano el contrato que trae causa la presente disputa dispone el derecho del prestamista a cortar una libra de carne de su cuerpo en caso de incumplimiento. Incumplimiento que, por cierto, se dio.
La obra que aborda temas como la justicia, la venganza, el amor y el prejuicio religioso y racial, ha sido objeto de debate y no está exenta de controversia debido a la representación de Shylock como un personaje judío estereotipado.
Controversia que sigue vigente hasta nuestros días. La usura en España sigue siendo una cuestión social y económica que nuestros políticos no han sabido regular durante más de un siglo delegando su función legislativa a unos tribunales que, lejos de fijar un criterio que pusiera fin a la litigiosidad, han creado más inseguridad jurídica en el sector. En este artículo, analizaremos el último intento por parte de nuestro Tribunal Supremo de poner fin al bazar jurisprudencial sobre la usura.
Sheakspeare, como tantos otros autores de nuestro acervo cultural, ha contribuido a una imagen negativa de la usura en nuestro imaginario colectivo que se remonta a la Antigua Grecia con el uso primitivo del préstamo a propósito de obtener la prestación de servicios por parte del prestatario, que en virtud del mismo devenía esclavo de su acreedor. En Occidente nuestros clásicos debatieron esta cuestión hasta la llegada de la Iglesia católica, que se opuso a la estipulación de intereses en los préstamos, de acuerdo con la Biblia, que los prohíbe. Posteriormente, se distinguió entre el fuero civil y el canónico, permitiendo en el primero a los gobernantes no penar las usuras ilícitas, prohibidas en cambio iure canónico, por quebrar de pleno el precepto del Decálogo «no hurtarás». La cuestión se ha movido siempre en una delgada línea roja hasta la llegada de la teoría capitalista protestante que considera los intereses como frutos civiles y es la que actualmente impera. No obstante, todos somos hijos de una tradición, en nuestro caso católica, que vertebra nuestras costumbres y pensamientos. Es por esta razón que, pese a que el Diccionario de la Lengua, la palabra usura en la primera acepción está relacionada con los intereses y los contratos que los producen, actualmente, la acepción más común de esta palabra se refiere a la exigencia de intereses excesivos.
No es este el lugar apropiado para recalar en la compleja evolución de esta figura, pero era necesario para contextualizar y alejarme de las manidas expresiones maniqueas sobre esta cuestión.
Lo cierto es que el crédito cumple una función social. El acceso al crédito ha devenido una necesidad y al mismo tiempo un derecho. Consecuencia de esta función es la institucionalización de la Banca que a la postre no le es indiferente a nuestros tribunales como veremos.
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